Cuando en 1947 se estrena en España Gilda, la película de Charles Vidor
protagonizada por la explosiva Rita Hayworth, los moralistas de la época, que
eran legión, se embarcaron en una ruidosa cruzada contra la escandalosa cinta,
atribuyéndole una antología de efectos perversos en el orden moral recién
recuperado tras la Guerra Civil. La censura cinematográfica había cumplido una
década, pues reinaba en la zona nacional desde el primer año triunfal, 1937,
con toda su maquinaria castradora y la encomienda crucial de tutelar de manera
implacable el pensamiento --e incluso la intimidad-- de los españoles.
La campaña fue
formidable y tales diatribas, espoleadas de manera enardecida desde púlpitos y sacristías,
contribuyeron a cimentar la aureola erótica de la película. Se empezó a exagerar
respecto a la acción real de la censura, cuya ridículas hazañas eran merecedoras de cuantas leyendas se le quisieran adjudicar, y a fantasear con la idea de que en la
escena en que Rita Hayworth se despoja lentamente de un guante, en realidad
inicia un striptease que acaba con un desnudo integral. En la versión
original, como se sabe --ahora, porque entonces todo estaba sepultado bajo
siete llaves y un estricto control--,
Gilda nunca llega a quitarse la ropa (el Hollywood de aquella época jamás lo
habría permitido), pero algunos ventajistas aprovecharon el bulo y se dedicaron
a vender fotos de desnudos femeninos a los que habían superpuesto la cabeza de
la Hayworth.
Asombrosamente,
el negocio clandestino de estos pícaros oportunistas funcionó, y decenas de pardillos compraron las rudimentarias baratijas. Sin duda,
en el caldo de cultivo de la severa represión sexual de aquella España triste y
pobretona, el deseo de que la engañifa fuera cierta fue mucho más fuerte que el
sentido común y la elemental extrañeza ante el prodigio de una sola cara con tal panoplia de
cuerpos en cueros.
Es lo que sucede
cuando la información escasea, cuando se tapa lo que ocurre con un velo negro y
una tupida red de impedimentos: que la imaginación alcanza la categoría de
fábula y la especulación crece libre y generosamente igual que los gérmenes en
la suciedad. Y como en el caso de los vendedores avispados del falso desnudo de
Gilda siempre hay alguien que le sabe sacar partido.
La opacidad da
pie a la murmuración, a la diatriba, a la malevolencia, a las medias verdades,
que como se sabe son las peores mentiras. La opacidad genera automáticamente
sospecha, suspicacia. La opacidad produce monstruos.
El mejor
antídoto a este tipo de manejos es la transparencia. Se ha escrito mucho sobre
que la transparencia administrativa es imprescindible para construir una
sociedad plenamente sana, que confíe en el funcionamiento de sus instituciones,
en la política y en los políticos. Pocos ponen ya en cuestión que es necesaria
para evitar el abuso de poder e impulsar gobiernos eficaces y sociedades comprometidas.
Que se trata de una exigencia ciudadana que cada vez va siendo más difícil
esquivar en los sistemas democráticos.
Pero la
perspectiva que nos ofrece el caso de las estampitas de la Gilda suplantada es
también importante. La transparencia no es solo una obligación ineludible de
los gobernantes, constituye al mismo tiempo una garantía frente a la patraña,
un escudo frente al libelo. Especialmente en estos momentos, en los que la
crisis económica tiene al ciudadano sumido en la desazón y, en consecuencia, le
convierte en presa fácil de manipulaciones interesadas de grupos de poder. Más
de un fiasco se ha producido en los últimos tiempos cuando la contundencia de los datos ha deshecho
de golpe la tramoya de falsedades que se había levantado y alimentado en
páginas y páginas a partir de una información sesgada e incompleta.
En definitiva, la transparencia no es únicamente un
derecho irrenunciable que no admite pasos atrás, es a su vez
una especie de protección de los gobernantes honestos. Lo contrario deja un enorme campo abierto a los
especuladores para conducir a la ciudadanía a su terreno.
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