sábado, 18 de julio de 2015

Gilda y la transparencia


Cuando en 1947 se estrena en España Gilda, la película de Charles Vidor protagonizada por la explosiva Rita Hayworth, los moralistas de la época, que eran legión, se embarcaron en una ruidosa cruzada contra la escandalosa cinta, atribuyéndole una antología de efectos perversos en el orden moral recién recuperado tras la Guerra Civil. La censura cinematográfica había cumplido una década, pues reinaba en la zona nacional desde el primer año triunfal, 1937, con toda su maquinaria castradora y la encomienda crucial de tutelar de manera implacable el pensamiento --e incluso la intimidad-- de los españoles.
La campaña fue formidable y tales diatribas, espoleadas de manera enardecida desde púlpitos y sacristías, contribuyeron a cimentar la aureola erótica de la película. Se empezó a exagerar respecto a la acción real de la censura, cuya ridículas hazañas eran merecedoras de cuantas leyendas se le quisieran adjudicar, y a fantasear con la idea de que en la escena en que Rita Hayworth se despoja lentamente de un guante, en realidad inicia un striptease que acaba con un desnudo integral. En la versión original, como se sabe --ahora, porque entonces todo estaba sepultado bajo siete llaves y un estricto control--, Gilda nunca llega a quitarse la ropa (el Hollywood de aquella época jamás lo habría permitido), pero algunos ventajistas aprovecharon el bulo y se dedicaron a vender fotos de desnudos femeninos a los que habían superpuesto la cabeza de la Hayworth.
Asombrosamente, el negocio clandestino de estos pícaros oportunistas funcionó, y decenas de pardillos compraron las rudimentarias baratijas. Sin duda, en el caldo de cultivo de la severa represión sexual de aquella España triste y pobretona, el deseo de que la engañifa fuera cierta fue mucho más fuerte que el sentido común y la elemental extrañeza ante el prodigio de una sola cara con tal panoplia de cuerpos en cueros.
Es lo que sucede cuando la información escasea, cuando se tapa lo que ocurre con un velo negro y una tupida red de impedimentos: que la imaginación alcanza la categoría de fábula y la especulación crece libre y generosamente igual que los gérmenes en la suciedad. Y como en el caso de los vendedores avispados del falso desnudo de Gilda siempre hay alguien que le sabe sacar partido.
La opacidad da pie a la murmuración, a la diatriba, a la malevolencia, a las medias verdades, que como se sabe son las peores mentiras. La opacidad genera automáticamente sospecha, suspicacia. La opacidad produce monstruos.
El mejor antídoto a este tipo de manejos es la transparencia. Se ha escrito mucho sobre que la transparencia administrativa es imprescindible para construir una sociedad plenamente sana, que confíe en el funcionamiento de sus instituciones, en la política y en los políticos. Pocos ponen ya en cuestión que es necesaria para evitar el abuso de poder e impulsar gobiernos eficaces y sociedades comprometidas. Que se trata de una exigencia ciudadana que cada vez va siendo más difícil esquivar en los sistemas democráticos.
Pero la perspectiva que nos ofrece el caso de las estampitas de la Gilda suplantada es también importante. La transparencia no es solo una obligación ineludible de los gobernantes, constituye al mismo tiempo una garantía frente a la patraña, un escudo frente al libelo. Especialmente en estos momentos, en los que la crisis económica tiene al ciudadano sumido en la desazón y, en consecuencia, le convierte en presa fácil de manipulaciones interesadas de grupos de poder. Más de un fiasco se ha producido en los últimos tiempos cuando la contundencia de los datos ha deshecho de golpe la tramoya de falsedades que se había levantado y alimentado en páginas y páginas a partir de una información sesgada e incompleta.
En definitiva, la transparencia no es únicamente un derecho irrenunciable que no admite pasos atrás, es a su vez una especie de protección de los gobernantes honestos. Lo contrario deja un enorme campo abierto a los especuladores para conducir a la ciudadanía a su terreno.   

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