jueves, 23 de julio de 2015

Los apodos de la igualdad

Grupos de manifestantes, en plena exaltación de la ideología de género.
Hay personas para las que la igualdad no es un valor, no es un objetivo básico para construir pautas de relaciones humanas sino algo fácilmente sacrificable en pos de otra aspiración que consideran superior. Yo no lo creo así, la igualdad --siempre en términos de equidad y no de uniformidad-- para mí es un principio social imprescindible porque significa razón, honestidad, conciencia, ley, paz. Justicia. Creo en la igualdad entre hombres y mujeres, en la igualdad social, en la igualdad entre territorios. Que nadie sea menos que nadie en todos los ámbitos de la vida.
 Quien no cree en la igualdad tiende a denigrarla con una variada gama de eufemismos, a desacreditarla con apodos y rodeos lingüísticos que ocultan el afán de sostener o alcanzar determinados privilegios que, como es lógico, perjudican a la parte que ha de soportar el desnivel. La llaman de otro modo, la disfrazan, porque el término igualdad tiene de por sí tanta entidad que es muy difícil de rebatir abiertamente.
¿Es posible defender en sociedades avanzadas la desigualdad y la desproporción? No de frente, chirría demasiado. Por eso, se suele sustituir el valor de la igualdad por un giro que sugiera otra cosa. Por ejemplo, la jerarquía eclesiástica –maestra en el arte de retorcer los argumentos hasta convertir cualquier pretensión de equilibrio o equidad en un supuesto ataque a su institución-- ha dado en llamar a la igualdad entre hombres y mujeres y a la igualdad de orientación sexual “ideología de género”.
Sin duda, todo un hallazgo. Embozada en esta expresión, la igualdad sí es susceptible de ser refutada, cuestionada, combatida. Incluso señalada como un ardid diabólico para alterar el divino orden natural entre los seres humanos, que no es otro que el orden que salvaguarda los intereses de siglos de preeminencia masculina, de servilismo femenino y, en definitiva, de poseer la llave que parte y reparte en exclusiva preceptos morales, con todos los beneficios que su tenencia reporta en esta zona del planeta.
 Lo mismo ocurre con la igualdad entre los territorios y entre los ciudadanos de España. Se le llama “café para todos”, como si fuera una barrumbada, un dispendio a la pata la llana después de una noche de borrachera, de manera que el contrapunto a la igualdad, la denominada hábilmente “singularidad”, se perciba como un derroche de sentido común, la medida justa.
Corren similar suerte otros conceptos elevados que tampoco es conveniente censurar a cara descubierta, y que tienen mucho que ver con la igualdad, como la bondad --sobre todo si es social y pretende ayudar a los desfavorecidos--, a la que se denigra con el genérico “buenismo”. Sorprende, por demás, que esta sátira despectiva hacia la admirable pretensión de hacer el bien provenga, precisamente, de los que se autoproclaman depositarios naturales de tales principios por su mera condición de católicos. Cuanto más se pretende la asistencia social, la ayuda a inmigrantes, el humanitarismo o el multiculturalismo, más afilados son los cuchillos, más hirientes las ironías, más aceradas las caricaturas de sus defensores, retratados, para mayor escarnio, como perfectos botarates.
Qué decir de la pretensión de respetar a las minorías, de no ofender sensibilidades, de mimar y velar por la convivencia. “Tiranía de lo políticamente correcto”. Una vez despachada así, según parece, se adquiere un pasaporte con derecho al exabrupto sin miramientos, apuntalado con la temible apostilla de “sin complejos”.
Lo de enmascarar con eufemismos aquello que se quiere escamotear viene de antiguo y siempre funciona. Lo han hecho (y lo hacen) a diario los gobiernos, que tiran de complicados enunciados y rimbombantes sobrenombres para desviar la atención, a veces de forma tan descarada que provocan la sonrisa. Pero cuando el apodo es a la igualdad y el objetivo es combatirla, la cuestión se torna grave. Porque la igualdad significa razón, honestidad, conciencia, ley, paz. Justicia.

sábado, 18 de julio de 2015

Gilda y la transparencia


Cuando en 1947 se estrena en España Gilda, la película de Charles Vidor protagonizada por la explosiva Rita Hayworth, los moralistas de la época, que eran legión, se embarcaron en una ruidosa cruzada contra la escandalosa cinta, atribuyéndole una antología de efectos perversos en el orden moral recién recuperado tras la Guerra Civil. La censura cinematográfica había cumplido una década, pues reinaba en la zona nacional desde el primer año triunfal, 1937, con toda su maquinaria castradora y la encomienda crucial de tutelar de manera implacable el pensamiento --e incluso la intimidad-- de los españoles.
La campaña fue formidable y tales diatribas, espoleadas de manera enardecida desde púlpitos y sacristías, contribuyeron a cimentar la aureola erótica de la película. Se empezó a exagerar respecto a la acción real de la censura, cuya ridículas hazañas eran merecedoras de cuantas leyendas se le quisieran adjudicar, y a fantasear con la idea de que en la escena en que Rita Hayworth se despoja lentamente de un guante, en realidad inicia un striptease que acaba con un desnudo integral. En la versión original, como se sabe --ahora, porque entonces todo estaba sepultado bajo siete llaves y un estricto control--, Gilda nunca llega a quitarse la ropa (el Hollywood de aquella época jamás lo habría permitido), pero algunos ventajistas aprovecharon el bulo y se dedicaron a vender fotos de desnudos femeninos a los que habían superpuesto la cabeza de la Hayworth.
Asombrosamente, el negocio clandestino de estos pícaros oportunistas funcionó, y decenas de pardillos compraron las rudimentarias baratijas. Sin duda, en el caldo de cultivo de la severa represión sexual de aquella España triste y pobretona, el deseo de que la engañifa fuera cierta fue mucho más fuerte que el sentido común y la elemental extrañeza ante el prodigio de una sola cara con tal panoplia de cuerpos en cueros.
Es lo que sucede cuando la información escasea, cuando se tapa lo que ocurre con un velo negro y una tupida red de impedimentos: que la imaginación alcanza la categoría de fábula y la especulación crece libre y generosamente igual que los gérmenes en la suciedad. Y como en el caso de los vendedores avispados del falso desnudo de Gilda siempre hay alguien que le sabe sacar partido.
La opacidad da pie a la murmuración, a la diatriba, a la malevolencia, a las medias verdades, que como se sabe son las peores mentiras. La opacidad genera automáticamente sospecha, suspicacia. La opacidad produce monstruos.
El mejor antídoto a este tipo de manejos es la transparencia. Se ha escrito mucho sobre que la transparencia administrativa es imprescindible para construir una sociedad plenamente sana, que confíe en el funcionamiento de sus instituciones, en la política y en los políticos. Pocos ponen ya en cuestión que es necesaria para evitar el abuso de poder e impulsar gobiernos eficaces y sociedades comprometidas. Que se trata de una exigencia ciudadana que cada vez va siendo más difícil esquivar en los sistemas democráticos.
Pero la perspectiva que nos ofrece el caso de las estampitas de la Gilda suplantada es también importante. La transparencia no es solo una obligación ineludible de los gobernantes, constituye al mismo tiempo una garantía frente a la patraña, un escudo frente al libelo. Especialmente en estos momentos, en los que la crisis económica tiene al ciudadano sumido en la desazón y, en consecuencia, le convierte en presa fácil de manipulaciones interesadas de grupos de poder. Más de un fiasco se ha producido en los últimos tiempos cuando la contundencia de los datos ha deshecho de golpe la tramoya de falsedades que se había levantado y alimentado en páginas y páginas a partir de una información sesgada e incompleta.
En definitiva, la transparencia no es únicamente un derecho irrenunciable que no admite pasos atrás, es a su vez una especie de protección de los gobernantes honestos. Lo contrario deja un enorme campo abierto a los especuladores para conducir a la ciudadanía a su terreno.