Niñas "diferenciadas" (que no segregadas por su sexo) en los años 20, como diría ahora el ministro Wert. |
El papel envolvente del retroceso es un
engañoso sentido común. El primer paso es desvirtuar el término feminismo --al
que arteramente se le añade el adjetivo “radical” para dar sensación de
desmesura-- y presentarlo como un antónimo de machismo. El siguiente paso es el
resultado lógico del silogismo: ponerse en plan ecuánime e invocar la supuesta
sensatez de una equidistancia imposible. El machismo --en sus muchos grados,
desde el más tosco desprecio a las mujeres hasta sutiles vericuetos donde se
disfraza, a la postre, una posición de ventaja masculina-- básicamente predica la inferioridad de la
mujer, a la que se le niegan derechos civiles y humanos, en los casos más
sangrantes (véase la legislación de multitud de países y la propia de España de
anteayer), o se le adjudica un papel secundario, de comparsa, de
complemento, subsidiario. Menor al fin.
El
feminismo defiende la igualdad plena de ambos sexos en todos los ámbitos,
gozada con perfecta naturalidad. Es decir, el feminismo es precisamente el
punto neutro, intermedio. El extremo del machismo sería un movimiento hembrista que perseguiría el dominio de
la mujer y la sumisión del varón. Por eso es imposible la equidistancia entre machismo
y feminismo, una posición intermedia sería siempre un machismo más o menos atenuado,
ya que el feminismo (que busca la igualdad) es el centro. Todo esto es
una obviedad, elemental, debería estar superado, pero no lo está. Por chocante
que parezca, hay que explicarlo, y últimamente mucho. La campaña desplegada por
el también llamado postmachismo ha sido superefectiva y, sorprendentemente,
hemos tenido que retornar al principio. De tarea: definir feminismo.
Hay
otras maneras de desandar y hacer trizas conquistas que han costado tanto
esfuerzo, vidas incluso, porque en los derechos de la mujer, como en la mayoría
de los avances sociales, nada se ha regalado. Caricaturizar al feminismo,
ridiculizarlo, ha sido siempre una táctica muy eficaz para zafarse de molestos
reproches y campar a las anchas por cómodas segregaciones sin que nadie se
atreva a ponerlo en cuestión. De este modo, se puede navegar tranquilamente por
aguas donde los varones son los predilectos, donde la normalidad es la
condescendencia con las posturas misóginas, donde se toleran comentarios
hirientes y las protestas se despejan como una salida de tono de maníacas
aguafiestas sin la menor cintura.
Para sacudirse la fastidiosa observancia de la
justicia de género se usa igualmente la trampa de asociar el feminismo con mujeres redichas y obsesivas,
paranoicas, antipáticas y amargadas, que rechazan a los hombres porque no
logran atraer su atención. Convertir en patología la demanda del adversario es
un recurso muy socorrido. Lo descorazonador es que entre algunas mujeres
funciona: unas se confunden, se desorientan ante tantos referentes negativos;
otras se dejan intimidar y reniegan del feminismo para gustar, para conectar y
no ser rechazadas, para conseguir la aprobación de los hombres. "Yo
no soy feminista de esas", aseveran, en tono digno y solemne. ¿De esas?
¿De las que salían a la calle y eran denigradas (en ocasiones, encarceladas)
para que ahora las mujeres les miremos con desdén como si fueran un atavismo?
¿Y qué se debe ser? ¿Medio machista? ¿Medio
feminista? ¿Cómo puede decir una mujer en sus cabales que no es feminista?
La olvidada María Lejárraga escribió a
principios del siglo pasado --aunque el apunte lo firmó su marido, Gregorio
Martínez Sierra (las literatas eran esquinadas y algunas se veían obligadas a hacer
de ventrílocuas para que se les oyera)--, que las mujeres deben ser feministas
como los militares son militaristas o los reyes son monárquicos. Si no lo son,
van contra sí mismas. De tarea: definir feminismo.