Grupos de manifestantes, en plena exaltación de la ideología de género. |
Hay personas para las que la igualdad no es un valor, no es un objetivo básico para
construir pautas de relaciones humanas sino algo fácilmente sacrificable en pos
de otra aspiración que consideran superior. Yo no lo creo así, la igualdad
--siempre en términos de equidad y no de uniformidad-- para mí es un principio
social imprescindible porque significa razón, honestidad, conciencia, ley, paz.
Justicia. Creo en la igualdad entre hombres y mujeres, en la igualdad social,
en la igualdad entre territorios. Que nadie sea menos que nadie en todos los
ámbitos de la vida.
Quien no
cree en la igualdad tiende a denigrarla con una variada gama de eufemismos, a
desacreditarla con apodos y rodeos lingüísticos que ocultan el afán de sostener
o alcanzar determinados privilegios que, como es lógico, perjudican a la parte
que ha de soportar el desnivel. La llaman de otro modo, la disfrazan, porque el
término igualdad tiene de por sí tanta entidad que es muy difícil de rebatir
abiertamente.
¿Es posible defender en sociedades avanzadas la
desigualdad y la desproporción? No de frente, chirría demasiado. Por eso, se
suele sustituir el valor de la igualdad por un giro que sugiera otra cosa. Por
ejemplo, la jerarquía eclesiástica –maestra en el arte de retorcer los argumentos
hasta convertir cualquier pretensión de equilibrio o equidad en un supuesto ataque
a su institución-- ha dado en llamar a la igualdad entre hombres y mujeres y a la
igualdad de orientación sexual “ideología de género”.
Sin duda, todo un hallazgo. Embozada en esta
expresión, la igualdad sí es susceptible de ser refutada, cuestionada,
combatida. Incluso señalada como un ardid diabólico para alterar el divino
orden natural entre los seres humanos, que no es otro que el orden que
salvaguarda los intereses de siglos de preeminencia masculina, de servilismo
femenino y, en definitiva, de poseer la llave que parte y reparte en exclusiva preceptos morales, con todos los beneficios que su tenencia reporta en esta zona
del planeta.
Lo mismo
ocurre con la igualdad entre los territorios y entre los ciudadanos de España.
Se le llama “café para todos”, como si fuera una barrumbada, un dispendio a la
pata la llana después de una noche de borrachera, de manera que el contrapunto a
la igualdad, la denominada hábilmente “singularidad”, se perciba como un
derroche de sentido común, la medida justa.
Corren similar suerte otros conceptos elevados que
tampoco es conveniente censurar a cara descubierta, y que tienen mucho que ver
con la igualdad, como la bondad --sobre todo si es social y pretende ayudar a
los desfavorecidos--, a la que se denigra con el genérico “buenismo”. Sorprende,
por demás, que esta sátira despectiva hacia la admirable pretensión de hacer el
bien provenga, precisamente, de los que se autoproclaman depositarios naturales
de tales principios por su mera condición de católicos. Cuanto más se pretende la
asistencia social, la ayuda a inmigrantes, el humanitarismo o el
multiculturalismo, más afilados son los cuchillos, más hirientes las ironías,
más aceradas las caricaturas de sus defensores, retratados, para mayor
escarnio, como perfectos botarates.
Qué decir de la pretensión de respetar a las minorías,
de no ofender sensibilidades, de mimar y velar por la convivencia. “Tiranía de lo
políticamente correcto”. Una vez despachada así, según parece, se adquiere un
pasaporte con derecho al exabrupto sin miramientos, apuntalado con la temible
apostilla de “sin complejos”.
Lo de enmascarar con eufemismos aquello que se
quiere escamotear viene de antiguo y siempre funciona. Lo han hecho (y lo
hacen) a diario los gobiernos, que tiran de complicados enunciados y rimbombantes
sobrenombres para desviar la atención, a veces de forma tan descarada que
provocan la sonrisa. Pero cuando el apodo es a la igualdad y el objetivo es
combatirla, la cuestión se torna grave. Porque la igualdad significa razón,
honestidad, conciencia, ley, paz. Justicia.
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