Esta es mi intervención en el homenaje a Concha Caballero de la Fundación Alfonso Perales del jueves 19 de febrero de 2015, en Sevilla.
Hacer una semblanza de Concha Caballero es tarea muy difícil, porque su legado y ella misma son muy amplios, y los diez minutos de los que dispongo son muy cortos. Pero lo voy a intentar desde mi relación con ella.
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Concha y yo, durante la presentación de su libro, Ciudad de las Palabras, en 2009. La foto es de Laura Pérez. |
Hacer una semblanza de Concha Caballero es tarea muy difícil, porque su legado y ella misma son muy amplios, y los diez minutos de los que dispongo son muy cortos. Pero lo voy a intentar desde mi relación con ella.
Empecé a tratar a Concha a finales de los ochenta y
principios de los noventa, cuando era la portavoz de Izquierda Unida en el
Consejo de Administración de la incipiente RTVA, y se había convertido en el
mosquito zumbón del director general de entonces. La había visto antes otra
veces, acompañando a Julio Anguita o a Felipe Alcaraz, siempre sonriente y
solícita, pero muy alejada de la primera línea de dirigentes que suele estar
pegada a la prensa.
Fue en el consejo donde se hizo notar, donde comenzó a destacar, a florecer como política. Tras un largo camino de activismo, que pasa por la participación en la creación de la Junta Democrática, el movimiento feminista y su militancia desde 1975 en el PCE, es en esta etapa cuando Concha deja de salir a escena como secundaria. Su rostro comienza a ser de los más conocidos de Izquierda Unida y, sin duda, el más risueño.
Seguramente tiene mucho que ver el cambio de registro casi
completo que experimenta en ese momento: no solo muda de tarea y de perfil,
también de pareja, porque en el consejo se enamora de Antonio Girón, su
imprescindible compañero, e interpone un abismo con el cliché de persona
atormentada y sin vida privada que a veces acompaña a los personajes públicos.
Yo iniciaba mi etapa en El País y ya nunca la perdí de vista:
en el periódico me encargaron seguir a Izquierda Unida y siempre la tuve cerca.
A Concha le gustó el sentido del humor que llevo como santo y seña y la
facilidad para la caricatura. Quería que escribiéramos algo juntas, en tono de
comedia, después de escuchar los motes con los que yo había bautizado a medio
Consejo Andaluz y el relato histriónico y plagado de chistes que utilizaba para
rebajar el tedio de esas interminables sesiones. A mí de ella me interesó todo.
Concha y yo fuimos fraguando una de esas amistades entre
político y periodista en las que la distancia profesional que se les exige a
ambos acaba por ser una tortura. En su última fase como dirigente de IU,
hablábamos ya más de nuestras cosas que de lo que concernía a la organización,
pero aun así estaba deseando que rompiera con la vida partidaria.
En primer lugar, porque se me hacía muy difícil mantenerme
impasible ante la especie de mobing
que le había declarado el aparato –es la única de su hornada que ni fue
coordinadora ni candidata a la Junta--, y aunque la tiranía periodística se
imponía en lo publicado (o eso pensaba yo), el desdén o el vilipendio hacia
Concha no me eran indiferentes.
En segundo lugar, porque estaba harta de verla chocar contra
el muro del sectarismo cerril, y quería que echara a volar con todo su
esplendor, libre de las ataduras de la disciplina de partido, de los
compromisos con las asambleas, y de los equilibrios imposibles. Quería que
todos la vieran a ella, que les llegara su fina inteligencia poética, su buen
escribir y mejor pensar. Sin atenuantes, sin suspicacias, sin luz de gas.
Finalmente la cansaron y abandonó Izquierda Unida. Y creo que
jamás lo lamentó ni incubó el más mínimo resquicio de amargura por su carrera interrumpida,
no iba con su carácter, porque otra de las virtudes de Concha era ver solo el
lado bueno de las cosas. De hecho, ayer Marta Rus, su jefa de prensa del grupo
parlamentario y una de sus mejores amigas, me recordó que solía decir que jamás
atacaría a IU por respeto a quienes habían colgado carteles con su cara.
Concha se había dedicado a la política desde edad temprana
porque la sentía y nunca dejó de sentirla. Estaba comprometida con la justicia
social, con la educación y con la cultura. Intentaba hacer de la política algo
diferente y tenía la creencia de que su papel era servir de altavoz de los que
ni siquiera tienen voz. Y eso lo hizo dentro y fuera de Izquierda Unida. Desde la
tribuna parlamentaria, las columnas de El País, las cámaras de Canal Sur y los
micrófonos de la Ser. Brillantemente, con entusiasmo y sin arrogancia.
Quizás uno de los periodos que más le gustó de su carrera
política, al menos de los que yo le conocí, fue el de ponente en la reforma del
Estatuto de Autonomía de Andalucía. Con solo seis diputados de 109, consiguió
teñir el texto de igualdad social y de género y, sobre todo, estampar su sello.
Era una convencida de la idea de Andalucía, de la identidad como pueblo de
Andalucía y de la viabilidad de un proyecto propio.
Tras su muerte he leído en algunos escritos dedicados a su
figura que la política activa es un territorio voraz y que al salir de este
mundo áspero y a ratos caníbal, Concha se serenó y terminó por evolucionar a
posiciones más flexibles. No estoy de acuerdo. Concha no se moderó ni se relajó
en su compromiso con la izquierda, al que fue fiel hasta el final, sin dimitir
de sus ideas, lo que pasó es que los que antes la percibían como adversaria
empezaron a verla de otra manera. Muchas veces no cambian las personas o las
cosas, lo que cambia es la mirada hacia ellas.
Y eso, a mi juicio, es lo que ocurrió con Concha. Es cierto
que hubo de pasar un tiempo para que no se la viera como una miembro de IU en
la reserva, o la protagonista de una imaginaria operación de transfuguismo al
acecho de un cargo público. Pero la valía de Concha se impuso y se la empezó a
oír sin prejuicios ni recelos. La redescubrieron. Pienso que como articulista
llegó a muchísima gente y el cariño de sus lectores le fue muy gratificante.
Concha volvió a las clases de literatura del instituto,
primero en el Cavaleri de Mairena del Aljarafe, y después en el de Coria del
Río. Siempre las había añorado. Estaba entregada y adoraba a sus alumnos, de
los que hablaba con frecuencia en sus artículos porque, decía, le ayudaban a
conectar con el pulso de la calle, con la verdad de la gente. En los meses
recientes, cuando el dolor de espalda la tenía varada y le costaba mucho
cumplir con sus obligaciones, lo que más le preocupaba era dejarles colgados.
Su faceta de articulista y escritora sorprendió a muchos.
Pero los más allegados sabíamos de sus tanteos literarios y de la autoría de
una colección de relatos, de la que yo leí unos cuantos. Quería escribir una
novela, había avanzado ya bocetos y esquemas, y este verano nos había nombrado
a unos pocos guardianes de sus escritos. Trabajaba mejor bajo presión y nos
pidió que la obligásemos a ser disciplinada. Nunca llegó a mandarnos el
calendario que había preparado para las entregas de las páginas.
No obstante, fue capaz de componer en 2009 un libro
ambicioso, difícil, y que, sin embargo, bajo el tamiz de su escritura discurre
con asombrosa sencillez: Sevilla Ciudad
de las palabras. Esta obra tiene la virtud de hacer parecer fácil y
manejable algo que no lo es en absoluto: como transitar sobre la historia de la
literatura y de Sevilla a través de textos escogidos, de escenas, e hilarlas
con una acompasada fluidez. Cuando se cierra la última página, un libro así
parece obvio, pero no se había hecho, y solo es imaginable en alguien
perdidamente enamorada de la literatura y de la ciudad.
Hiperactiva y dispersa, despistada hasta la comicidad, Concha
probaba e intentaba casi todo. Guitarra, clases de inglés, piano, natación,
costura. Algunas se le dieron bien: se cortaba el pelo y se peinaba ella sola;
y otras no tanto. Le encantaba la novela y el cine americano (últimamente le
fascinaban las series) y era una apasionada de París, que visitó varias veces,
y de Nueva York. Le gustaba la vida y había pocas cosas que desdeñara sin
conocerlas.
Y una buena parte de su vida, no quiero dejar de decirlo, era
Antonio, que la cuidó y la protegió
siempre, a veces en la retaguardia, y que, sobre todo –Concha lo decía con
frecuencia--, la hizo muy feliz. Y también su familia: tenía presente a sus
padres en su cabeza y su corazón, y a sus hermanos: Queca, Rosa, Marina y
Gabri. Le encantaba estar con ellos y volver a esa infancia feliz en la casa
grande de Baena. Y con sus sobrinos, que la mantenían al día de las últimas
tendencias.
Decía Simone de Beauvoir que no hay muerte natural. Todos los
seres humanos somos mortales, pero para todos los seres humanos la muerte es un
accidente, porque aunque la conozcamos y la aceptemos, es una violencia
indebida.No creo que sea por la costumbre tan española de canonizar al instante a los que ya se han ido, pero lo cierto es que no le encuentro reparo alguno a Concha Caballero. Guapa, inteligente, tierna, brillante, generosa, curiosa, fuerte, adorable, atenta, cariñosa, sólida, con una personalidad arrolladora. Tengan por seguro que no me ciega el amor de amiga si digo que su pérdida es una de las más irreparables que ha experimentado Andalucía en los últimos años. La echo tanto de menos que aún no sé cómo voy a poder sobrellevarlo.
Precioso Isabel. Podría suscribirlo cualquiera porque Concha proyectaba luz por donde pasaba. Me parece una pérdida irreparable.
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